Inmundo, frío y oscuro.
Envuelto en rojo.
Nada brillaba.
Vacío para siempre.
Sangrando silencio.
Aire tan denso.
Recuerdos robados.

    No entraría. Lo intentó de nuevo, empujando y retorciendo, más fuerte esta vez. Y otra vez, pero todavía no funcionaba. Esas extremidades fláccidas seguían saliéndose del contenedor de basura como el súbito estallido de una lamparita eléctrica. Casi como si tuvieran voluntad propia. ¿Pero cómo podía ser eso? No quedaba nada de vida en estos cuerpos. Él se había cerciorado de que así fuera. Así que por qué no entraban.
    En las sombras negras pintadas con la munda, podía ver el lento rastro rojo que goteaba de un brazo blanco, yendo a caer sobre el asfalto sucio. Esas gotas rodeaban una colilla consumida de cigarrillo y fluían sobre una caja vacía de fósforos. La vida se derramaba a su alrededor. No importaba. Ya estaba corrompida. ¿Por qué le importaría? Pero a él le importaba. Demasiado.
     Nuevamente intentó forzar aquel montón dentro del contenedor. Para ordenar un poco todo ese desorden. Para demostrar que le importaba. A nadie le importaba que a él le le importara que aquello no funcionara. Nada ayudaba. Nada. Nunca nada para el que tomaba una vida. Para el asesino.
    Finalmente logró hacer un buen fuego y contempló las llamas danzar, tragándose los cuerpos, los envoltorios vacíos. Lentamente, todo comenzó a fundirse. El fuego que reía, los problématicos brazos y piernas, la ropa manchada, la noche lóbrega. Especialmente la noche lóbrega. Se diluyó en una gigantesca imagen inexpresiva. Cuanto él podía ver era ese líquido carmesí, goteando blandamente. Arremolinándose etéreamente en la noche, más frío que los vientos del azar. Nada más quedaba. Este momento, congelado para siempre en perlas de rojo. Perlas de la noche. Se retorció más rápido y más frío, fragmentos de recuerdos desgarrados y frágiles realidades.

Goteando eternamente, este helado líquido.
Una noche que nunca muere.
Ninguna otra cosa.
¿Pero por qué?
Silencio.
Esto era todo.
Todo y nunca.
Se cerró sobre él, más duramente.
Como una fría claustrofobia.
Este rojo.
Involuntario.
Pero aún.

    El débil gorjeo de un gorrión despertó a Ken. Lánguidamente fijó la vista en el cielo raso, escuchando al pájaro. Estridente, pero no desagradable. Lo tranquilizaba por algún motivo, aunque él no necesitaba que lo tranquilizaran. Al menos eso pensaba él. ¿O en realidad lo necesitaba?
    Le gustaba ese gorjeo. No le molestaba. No le molestaban los pájaros. En realidad, no le molestaba casi nada. Todo estaba bien para él. Tenía la capacidad de adaptarse. Ésa era la clase de persona que era.
    Sus pies descalzos se hundieron en el frío piso cuando se levantó. El pájaro calló. Su silencio entristeció un poco a Ken. Le gustaba su canto. Miró hacia la ventana con la esperanza de ver al gorrión mientras tomaba la toalla, que quedara colgada del respaldo de la silla donde la había dejado. Pero no vio nada, sólo el cielo gris que amenazaba lluvia. El pájaro se había ido.
    Suspirando, se dirigió al baño, pero se detuvo al advertir un objeto de cuero rojizo en el suelo, cerca de la esquina de su escritorio. Se debe haber caído, pensó levantando el libro, y buscó cuidadosamente la última página que lleyera. Mientras deslizaba su mano por la hoja, algunas frases del texto saltaron al azar sobre él.

    La clase de noche que se agita como una viscosa mortaja
    Delante de mis ojos, su plateada vida se tornó negra
    Memorias destrozadas, dejando detrás un alma rota.

    Cerró bruscamente el libro y lo arrojó sobre su escritorio, sus dedos temblando. La tapa destellaba en la luz matinal, gritándole. ¿Qué pasaba? No era más que un estúpido libro de poesía. Nada más. Así que por qué esas estúpidas frases lo habían sacudido tanto? ¿Por qué le habían acelerado el aliento y habían hecho que su corazón latiera con fuerza? ¿Por qué sentía volver aquel viejo nerviosismo?
    — Baka —masculló apresurándose hacia el baño, la toalla estrujada en su temblorosa mano.

    — De todos los malditos trabajos en la maldita Tokyo, nosotros teníamos que hacernos los malditos botánicos —masculló sombríamente Youji mientras se llevaba el índice con sangre a la boca—. Malditas flores estúpidas y maldito imbécil que tenía que ordenar 48 malditas rosas. ¿Qué mierda tiene de malo darle sólo una a la chica?
    Omi se volvió hacia él con expresión simpática, cuidándose de no recordarle que cada vez que él tenía una cita, siempre le regalaba al menos una docena de rosas a la chica de turno.
    — ¿Te pinchaste el dedo de nuevo, Youji-kun? —preguntó—. ¿Por qué no te ponés tus guantes?
    Youji frunció el ceño mientras luchaba por envolver el enorme ramo de rosas.
    — No pude encontrarlos. No estaban acá cuando bajé esta mañana.
    Ken los escuchaba distraídamente mientras regaba los helechos. Él había sido quien tomara los guantes de Youji. Los había usado la noche anterior. Y ya no servían más. Había tratado de limpiar las manchas de sangre pero no habían salido. Manchados para siempre. Nunca volverían a ser usados. Como esos cuerpos ardiendo en el contenedor de basura. Sus manos temblaron. No habían dejado de temblar desde que levantara el libro de poesía de Aya del suelo.
    — Te voy a decir algo, Omi —empezó Youji mientras amontonaba las rosas sobre el papel de envolver y lo ataba sin el más mínimo cuidado con una cinta amarilla y blanca—. Nunca le des a tu chica semejante ramo de rosas. Jugate por una sola rosa. Funciona mucho mejor. Y el maldito florista  no tiene que preocuparse por desangrarse hasta la muerte —le gruñó a las rosas y masculló algo más por lo bajo.
    Omi asintió mientras podaba una bungavilla, silencioso por un par de minutos. Pero era incapaz de resistirse.
    — ¿Entonces por qué le diste a esa chica rubia una docena de rosas la semana pasada?
    — Es tan obvio —Youji arrastró las palabras, bajando la vista hacia Omi con expresión compasiva—. Ésos eran claveles.
    — No, no eran.
    — Sí, eran.
    — Ésos no eran claveles, Youji-kun.
    Youji frunció el ceño.
    — Aprendé a escuchar a tus mayores, Omi.
    — Pero eran rosas —insistió él—. Me acuerdo porque cuando te fuiste, Ken-kun recitó un poema sobre una rosa. Ése de Blake —se volvió hacia él con sus grandes ojos brillantes—. ¿No es cierto, Ken-kun?
    — Cierto —contestó él, contemplando cómo el agua se hundía en la tierra. El helecho tomaba el agua profundamente dentro de sí. Tan rápido. Toda en nombre de la vida. Demasiado preciosa.
    — “¡Oh rosa, estáis enferma!” —recitó quedamente, viendo al helecho absorber el agua.
    “El invisible gusano
    Que vuela en la noche,
    En la aullante tempestad...”

    Su voz se perdió en un murmullo, incapaz de recordar el resto.
    — ¿No había otro verso? —preguntó Omi arrojando una pila de hojas marchitas en el tacho de basura. El tacho de basura. Sus ojos se fijaron en él. Le recordaba el de la noche anterior. Una cosa divertida, estos tachos. Usados para juntar desperdicios. Para guardar lo que no tenía valor. Para descartar. En este había hojas muertas. En el otro había habido gente muerta. Ya no eran útiles. Era así de simple. O así de simple debería ser. Pero no lo era...
    Su cabeza bajó bruscamente. Una mano temblorosa presionó su sien. Evitando que el nerviosismo lo atrapara. Evitando que se desarmara. Evitando que cayera en pedazos.
    — ¿Y vos, Aya-kun? —siguió Omi—. ¿Te acordás el otro verso? —sonrió alegremente, sus ojos brillantes y llenos de optimismo—. Este poema es uno de mis favoritos. ¡Está bárbaro!
    Aya se irguió detrás de un arbusto de violetas africanas que había estado atendiendo. Sus ojos también se veían violetas. La misma sombra púrpura en ellos, con la misma intensidad.
* (ver nota al pie)

“¡Oh rosa, estáis enferma!” —comenzó con voz queda, y de alguna forma triste.

    “El invisible gusano
    Que vuela en la noche,
    En la aullante tempestad,

    Ha descubierto vuestro lecho
    De regocijo carmesí,
    Y su amor secreto y oscuro
    Vuestra vida destruye.”

    — ¡Sugoi Aya-kun!!! — exclamó Omi, aplaudiendo entusiasmado, las hojas muertas lloviendo desde sus manos— ¡Eso estuvo impresionante!!!
    Hasta Youji estaba impresionado.
    — ¡Hey! ¡Eso está bueno! —exclamó, echando hacia atrás su flequillo—. Tengo que recordarlo para mi próxima cita. ¿Cómo era esa parte de la rosa, de nuevo?
    Ken se apartó de los helechos sedientos y la alegre charla, hacia las peonías en el rincón. Tenía la boca seca, con un regusto a menta. Resultado de haberse lavado los dientes ocho veces. Era un hábito tonto, lavarse tanto los dientes cuando estaba nervioso o tensionado. Lavárselos mucho. Y ahora la boca le hormigueaba, casi dolorida con esa frescura rancia.
    Deglutió convulsivamente, tratando desesperadamente de liberarse de ese agrio regusto. Podía ver la espesa pasta verde saliendo del pomo, sentirla hundirse en su boca, cortándole el aliento. Una y otra vez mientras buscaba cómo aliviar su ansiedad. Tan tonto. Como piernas y brazos que se negaban a acomodarse. Como sangre que mana incesantemente. Como una vida que siempre muere. Dentífrico asfixiante.
    Sus manos bajaron rápidamente la regadera. Estaban temblando. Violentamente. No podían parar. Frenéticamente, comenzó a tironear las mangas de su buzo azul oscuro sobre sus manos. Algo para detener el temblor. Cualquier cosa que anclara todas estas emociones fugaces. Su nerviosismo volvía.
    Su cuerpo comenzó a estremecerse mientras tiraba más fuerte de sus mangas, arañando el material. Sus manos automáticamente retorcieron las mangas, violentamente al tiempo que su respiración se hacía más fuerte. Sus manos aún temblaban horriblemente mientras jadeaba. Movió la cabeza. Necesitaba concentrarse. Olvidar todo los sinsentidos y tirar de las mangas. Algo le estaba pasando. Tenía que parar...respirar.
    Esos oscuros ojos verdes buscaron agitados algo en qué fijarse, algo que lo calmara. Su mirada fue atrapada por una dalia rojo sangre. Ese color rojo. Lo conocía, lo recordaba. Y lo detestaba. Se detestaba a sí mismo. Toda esa gente. Desperdicio tirado, en medio del rojo. ¿Qué merecían? ¿Cómo podía sacárselo de la cabeza? Él no era nada. Un don nadie. Sólo un asesino.
    Las flores rojas parecían acusarlo, sabiendo lo que él había hecho. Sabían lo que él había tomado. Todo era opresivo. Las paredes se cerraban en torno a él. Querían aplastarlo, él lo sabía. Su claustrofobia estaba regresando. Había dominado su miedo hacía tanto tiempo, pero ahora... era como un ascensor. Tan chico, tan estrecho. Todo lo observaba. No podía tolerarlo. Sus mangas estaban a punto de rasgarse.
    Giró sobre sí mismo y chocó con Aya. Quiso disculparse, su boca ni siquiera se abrió. Pero ese regusto a menta en su boca... dolía. Sus manos no temblaban mientras tironearan de las mangas. Empezaba a faltarle el aire. La puerta. Solamente hacia allí. Las paredes lo perseguían. Huyó.
    — ¿Qué demonios fue eso? —se preguntó Youji prendiendo un cigarrillo—. Conozco la mierda de este trabajo y todo eso, y Dios sabe cuánto me gustaría mandarme a mudar, pero...
    — Ken-kun parecía un poco ido hoy —comentó Omi pensativo, mirando a Aya—. ¿Anoche él...?
    Aya asintió.
    — Me voy a fijar si está bien.
    Aya salió y Omi volvió a trabajar... hasta que reparó en Youji.
    — Um, Youji-kun... no creo que esa enredadera vaya a caber en esa maceta. Es demasiado chica y las raíces necesitan...
    — No seas estúpido —rió Youji, tirando tierra por todas partes mientras trataba de encajar la planta en la pequeña maceta—. Con un poco de manipulación y otro poco de la creatividad del experto botánico Kudou Youji, esta planta va a entrar en la maceta en un momento. Enmacetada como un helecho enmacetado, diría. Es como una mujer, Omi. Un poco de astucia y cuidado, seguidos de mis obvios encantos y mis maneras sutiles y urbanas y las chicas están puestas. ¡Línea, anzuelo y plomada!!!
    Omi lo observaba riendo para sus adentros. Realmente, línea, anzuelo y plomada. Esa planta no iba a entrar en esa maceta, no importaba cuánto de la “experta manipulación del botánico Kudou Youji” usara. Las mujeres eran una cosa, pero, ¿plantas? Olvídalo.
    Jamás tendría esa habilidad.
    Diez minutos después.
    — Ah, turra...
    Omi trataba de no reírse.

    Como un sueño pasajero, el viento aullaba. Había hielo en él y no le importaba estar sin campera. Hacía frío pero tampoco importaba. Era libre. Libre de ese espacio confinado y las plantas burlonas. Si tan sólo pudiera sentirse libre de recuerdos. De todo lo que había perdido. De todo lo que había tomado.
    Tironeó sus mangas para cubrir sus manos heladas y frotarse la cara. Diminutos copos de nieve destellaban en el aire, señalando la llegada del invierno. Se sentía embotado.
    Sus pensamientos lo devolvieron a ese pájaro que lo había despertado tan dulcemente esa mañana. Se preguntó si estaría a salvo. Si sobrevivía a ese invierno helado. ¿Sobreviviría?
    — Siempre que nevaba, ella solía decirme que nunca hay dos copos iguales —dijo Aya en voz baja, llegando junto a él.
    Lo sorprendió ver a Aya a su lado, hablando. Aya raramente hablaba de su amada hermana. Diablos, él raramente hablaba.
    Ken asintió, contemplando los pequeños copos caer sobre sus mangas y derretirse.
    — Mueren cuando me tocan, Aya. Mil muertes en un segundo —rió, un sonido hueco que no significaba nada. No podía esconderse tras una humorada. No esta vez—. Mil muertes por una persona. Una sola —su voz se quebró y pudo sentir aún el gusto del dentífrico en su boca.
    Aya lo miró, los ojos entornados y la expresión cautelosa.
    — Esto es lo que hacemos. Nuestro destino. No entra en nuestras opciones aceptarlo, que nos guste. Simplemente debemos.
    Sus ojos se abrieron incrédulos enfrentando a Aya.
    — ¿Cómo mierda podés ser tan frío? —preguntó lentamente, su enfado creciendo—. ¿Conocías a esa gente de anoche? Tenían una hija. Ella me vio, ¿sabés? Me vio y me pidió que jugara con ella —rió roncamente, un eco de demencia—. ¡Me pidió que juegue con ella!!! Y vos me venís a hablar de destino y toda esa mierda. ¿Y qué de esa nena? ¿Pensás que va a entender que éste es nuestro destino y que teníamos que matar a sus padres? ¡¿Cómo carajo se lo explicamos?!
    Aya desvió la vista.
    — ¿No te parece que sé cómo es perder a tu familia? —susurró en una voz que parecía colgar de una tela de araña. Frágil, suspendida.
    Ken se interrumpió, comprendiendo lo que había hecho. No había pensado lo que estaba diciendo ni a quién se lo estaba diciendo.
    — Aya...
    — Todos hacemos lo que debemos. Para esto nos pusieron acá. Para hacer este trabajo. Pero... —alzó la vista hacia el cielo, a la nieve que caía—. Cumplir con tu deber no alivia el dolor. Está siempre ahí, amenazando con desbordar. Lo sé. Y sé cuánto lastima —se estremeció, la nieve cayendo sobre su cara—. Tanto. Trato de olvidar pero...
    Aya lo observó retorcerse las mangas.
    — No sabía que fueras una persona nerviosa.
    Esos ojos azules lo traicionaban. Eran más grandes ahora. Los había abierto mucho.
    — Me sobrepuse. Quería ser fuerte. Creí que había pasado. Parece que no. Siempre vuelve, Aya. Siempre —un temblor sacudió su cuerpo mientras tironeaba de sus mangas con frenética demencia. Cualquier cosa que evitara que se quebrara.
    Lentamente, con movimientos como cristal que gira, alargó la mano y la puso sobre la de Ken, aquietando los histéricos movimientos. La mano de Aya se cerraron sobre la tela retorcida, conteniendo las manos temblorosas. Esos helados ojos violáceos lo miraron de lleno, confelando el tiempo. El mundo se detuvo.
    Entonces con su otra mano, Aya apartó con suavidad el flequillo de sus ojos, sus dedos rozándole la mejilla. Sus manos eran sorprendentemente cálidas contra su cara tan fría. Todo desapareció cuando su mirada quedó atrapada por esos ojos violáceos. Ojos que parecían leer en su alma.
    — Necesito estar solo —susurró, apartándose de Aya—. Necesito... —sus manos se juntaron brutalmente, las uñas clavándose en los dedos.
    Aya asintió, su cara inexpresiva y su voz apenas audible.
    — Sólo quería que supieras que entiendo —y con eso giró y se alejó, desapareciendo en los remolinos de nieve.
    Ken alzó una mano y se rozó la cara donde Aya acababa de tocarlo. Todavía se sentía la tibieza de sus dedos. Curioso cómo alguien tan frío podía tener manos tan cálidas. Y ése cálido contacto... lo abrigaba en la nieve.


*  Acá va el poema de William Blake en inglés, como lo da Deena, antes de pasar por mis manos sacrílegas e irrespetuosas que lo tradujeron lo mejor que pudieron:

The Sick Rose

Oh rose, thou art sick!

The invisible worm
That flies in the night,
In the howling storm,

Has found out thy bed
Of crimson joy,
And his dark secret love
Does thy life destroy.

Espero haberlo traducido bien. No es fácil meter mano con un clásico como Blake!

 


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